Aunque la ruptura
matrimonial ha alcanzado tasas tan altas que va camino de convertirse en una
situación normal dentro de la sociedad actual, a la que se verán enfrentadas un
porcentaje muy alto de familias, sigue siendo una experiencia especialmente traumática en la mayoría de los
casos.
Desde el punto de
vista clínico, se considera incluso que un divorcio tiene un potencial traumatizador comparable a la
muerte de un familiar por cuanto produce también fuertes
sentimientos de pérdida y lleva a aparejados cambios profundos en las
relaciones interpersonales y en el sentido personal.
Sin embargo, una
ruptura matrimonial no suele ser un fenómeno repentino y aislado, sino más bien
un proceso que se prolonga en el tiempo, a veces incluso a lo largo de años.
Este proceso ha tendido a conceptualizarse como una pendiente de deterioro progresivo,
aunque visiones más modernas lo describen en función de una serie de etapas,
cada una con sus propios momentos de equilibrio y de transición. En cualquier
caso, es importante entender que el efecto potencialmente negativo que una
ruptura de pareja tiene sobre los hijos no reside solamente en la separación o
del divorcio propiamente dicho, sino también en la exposición del menor a ese
proceso insidioso y prolongado de conflicto matrimonial que generalmente les
precede. De hecho, diversos autores han subrayado que el conflicto entre los
padres tiene efectos más perniciosos que el divorcio en sí e incluso que del
divorcio pueden derivarse efectos positivos para los hijos si pone fin a un
conflicto crónico entre los cónyuges.
A menudo el
divorcio no pone fin al conflicto previo, si lo había, en este punto soy más
pesimista,. La experiencia clínica muestra cómo el divorcio a menudo no marca el final del conflicto, sino una nueva
etapa más del mismo, de modo que a partir del divorcio los padres siguen
batallando, aunque en otros terrenos y por otros medios, a menudo con la nueva
munición que les proporciona el ámbito judicial. En otros casos, el divorcio no
se ve precedido por una convivencia conflictiva, sino simplemente por un
proceso de desapego conyugal que tal vez ni siquiera sea advertido por los
hijos. En ese caso, el efecto
pernicioso del divorcio en sí mismo es probablemente mayor.
Entre los efectos
emocionales más frecuentes están:
·
Sentimientos
de ruptura del armazón de seguridad que el niño se había ido forjando
trabajosamente día a día a base de percibir cotidianas muestras, pequeñas o
grandes, de que sus progenitores están pendientes de él/ella y le protegen
·
Se rompe la
confianza en los adultos, al menos en la continuidad de la familia como entidad
protectora.
·
Preocupación de
que sus necesidades, presentes y futuras, no puedan ser atendidas.
·
Miedo a que, al
igual que se ha disuelto la relación de pareja de sus padres, suceda lo mismo
con la relación padres e hijos. Este miedo produce muchas reacciones
inexplicables, especialmente si son niños pequeños: reticentes miedos
nocturnos, ansiedad de separación, crisis de pánico, fobia escolar, etc..
·
Aproximadamente el
50% de los niños con padres divorciados o separados sienten intenso temor a ser
abandonados por sus padres: “Si papá se ha ido… ¿quién me asegura que ahora no
se irá mamá?”, “Si tú no quieres a … ¿cómo puedo estar seguro que a mí siempre
me querrás?”.
Con las medidas oportunas y el profesional adecuado estos efectos
negativos son transitorios, pudiendo el menor recuperar su nivel de
funcionamiento y ajuste a la nueva situación, aceptando y sobrellevando
psicológica y emocionalmente.
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